Temporada de vuelo

-Ya no nos amamos, ¿cierto?- me preguntó cabizbaja.

No supe que responderle. Algo dentro de mí se quebró inminentemente, ¿era cierto? ya no la amaba, pero… ¿cómo no? llevábamos tantos años juntos… era imposible, jamás se me habría cruzado por la cabeza que ya no pudiera sentir lo mismo por la mujer que sollozaba a unos metros y a la que ni siquiera me nacía consolar. 

Era cierto, ya no la amaba. No sentía lastima, ni tristeza. Una puñalada de decepción me recorrió el cuerpo. Sentí que en mis manos pudo estar el momento clave en el que las cosas cambiaron y que, tal vez, si hubiera tenido un poco más de astucia, podría haber tomado mejores decisiones para salvar el matrimonio. Me sentía decepcionado de mí. Ella no tenía la culpa. Al final nadie puede reprocharse por dejar de amar. Duele en lo más hondo del ego, de la esperanza y del deseo tan desesperado de sentirnos siempre humanos. Sin embargo, por la misma terquedad e inconsistencia de nuestra raza, es absolutamente absurdo e inútil acusar y buscar culpables. 

Las personas cambian, cambiamos. Estoy seguro. En este caso, no sabría decir cuál de los dos cambió más. Ella empezó a tomar cocteles caros mientras yo me hundía en whiskey barato. Entre semana, ella reservaba un día para jugar cartas con sus amigas, y… a estas alturas, ya no recordaba cuando había sido la última vez que ella había pospuesto un juego de cartas para pasar la noche conmigo. Es más, ya ni estaba seguro si en realidad jugaba al azar o llenaba los vacíos en alguna cama de turno. Pero no, no podía reprocharla. Había sido muy feliz con ella y no quería pensar que pudiera juzgarme injustamente mientras yo me resignaba fervorosamente a no irme contra ella. 

La miré y suspiré. Había estado unos largos minutos clavada en la alfombra con los ojos abiertos sostenidos en un lento parpadear. Recuerdo su rostro. De sus ojos colgaban un par de lagrimas de gotas bien formadas y sus mejillas estaban ruborizadas de la irrigación de sangre, por su alteración previa. Me miraba expectante y yo, ¡ay yo!, sólo podía contemplarla. Hace muchos años no la veía así de bonita; tanto así que estoy muy seguro de la mueca de ternura que adoptó mi rostro. No era compasión, era seguridad. Ella estaba más hermosa que nunca y estaba preparada para dejarme ir. Yo estaba preparado para irme… ya la había dejado ir.

-No, ya no nos amamos- Susurré con mucho amor. Tomé su cabeza me la lleve al pecho y como último acto de cortesía y respeto a nuestro pasado, le besé la frente. Me miró con tristeza, sus ojos no me atravesaron, ya estaba blindado a sus artimañas. Me sentí libre, me giré, tomé el chaleco, las llaves del auto y caminé hacía la puerta. La miré por última vez -Vuela mi amor, estamos en temporada- le dije, antes de dar el último portazo.

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