Enemigos por naturaleza
Forcejeaba
incesantemente con sus seis patas. Estaba dispuesta a zafarse a toda costa a
pesar de saber que no habría poder humano que pudiera liberarla de esas fauces
viscosas. Sus pequeñas antenitas, que segundos antes bailaban al compás del
desespero, habían atenuado su movimiento. Era su forma de rendirse y de ser
sensata, le había huido a peores formas de morir pero, finalmente y a causa de
un descuido irreprochable, estaba a punto de ser engullida por ese escuálido
ser que la observaba fríamente mientras la atraía con la lengua a su boca.
Ella
la miraba con curiosidad, su sabor no era bueno y esto le acarreaba un montón
de preguntas que se entretejían en ráfagas en su cabeza. Cómo podría alguien en
su sano juicio comerse un animal de tan mal gusto al paladar. Además, bien era
sabido que las cucarachas frecuentaban todo tipo de cuchitriles, cargaban con
la huella de la ciudad y a eso se le
sumaba la forma asquerosa de esas paticas velludas. Pensó que nadie nunca le
habría preguntado si quería hacer parte de un ejército de asesinos y tampoco
veía con buenos ojos deshacerse de un animal que no tenía mayor pecado que el
de ser enemigo natural.
¿Y
comérselo? Era peor aún. Ella adoraba el sabor de los frutos tropicales y desde
muy pequeña había rechazado comer otro tipo de bichos como zancudos y moscas.
¡Vaya coherencia!, se había mostrado rebelde con la gastronomía instintiva de
su raza y ahora con una fingida convicción creía poder embutirse una alimaña de
color desagradable y de mayor tamaño. Sintió náuseas y escupió sabiendo que
había cometido uno de los mayores crímenes de guerra: dejar en libertad al
enemigo y, peor aún, poner en riesgo su propia integridad.
Temió
lo peor y espero que la cucaracha arremetiera contra ella. En la Academia de
Colas Largas le habían mostrado fotografías de lagartijas despedazadas y con
las tripas afueras. Imaginaba unos dientes en forma de tenazas dispuesta a
mutilarla o tal vez una especie de veneno que pudiera dejarla sin aire; el
miedo la paralizaba, las dos estaban paralizadas. Nunca antes una lagartija
había dejado en libertad a una cucaracha y nunca antes una cucaracha habría
sobrevivido a una lagartija.
Y
esperó, y esperaron y nada sucedió. La cucaracha también estaba muerta del
miedo. En la vida sólo le habían enseñado a huir, a ser sigilosa, a pasar
desapercibida y a correr para buscar protección. Nunca había tenido de frente
una lagartija, de hecho ni sabía si hablaban el mismo idioma. Las veía como
animales irrazonables, nunca había entendido porque las cazaban, ellas que no
le hacían daño a nadie. Se sintió indignada. Por muchos años su raza había sido
discriminada. Eran tildadas de sucias y poco esbeltas; tenían alas pero no eran
agraciadas. Ella era un bicho volador que no era tan hermoso como una mariposa
como para contemplarla; ni tan ágil como una mosca para jugar al ‘atrápame si
puedes’; ni tan básica como un cucarrón o un escarabajo de los que se
compadecían por su lentitud de movimiento. A ellas el mundo las detestaba, las
consideraban una plaga, como si ella misma hubiera tenido la elección de nacer
cucaracha. Absurdamente, pensó, podría haber elegido ser una lagartija: grande,
fuerte, con una potente lengua como arma, con una cola reemplazable y con una
agilidad admirable. A ella le pisaban una pata y quedaba lisiada para siempre,
incluso, tenía que cuidarse de los agujeros en los que se metía porque si
llegaba a ser muy estrecho podría cometer suicidio al lastimarse una de sus
endebles extremidades. A ellas las pisaban con facilidad y las exterminaban en
masa. Río irónicamente, ¿de qué servía sobrevivir a una explosión nuclear si
eran vulnerables a un zapato, un charco, al veneno doméstico, a los perros, los
gatos, a los pájaros y a las lagartijas? No pudo ocultar su sonrisa reflexiva,
una mueca escabrosa que le puso la piel de gallina a la lagartija que seguía
inmóvil.
El
pequeño lagarto se sentía indefenso, la sonrisa de la cucaracha la había
petrificado aún más. Se maldecía a sí misma por no correr por su vida, sabía
que era muy joven y le faltaba mucho por conocer. A la sonrisa del insecto le
sobrevino una mueca de amargura que no pudo ocultar el reptil. Ambas se miraron
a los ojos, la expresión de ambas se habían transformado en incredulidad.
Estaban desarmadas y seguían vivas, ninguna tenía la intención de atacar,
¿quién sería la primera en moverse?
Fue
la cucaracha. Había estado tan cerca de morir que no tenía nada que perder. También
había olvidado que estaba boca arriba debido al corto forcejeo que había tenido
con la lagartija. Se sintió avergonzada al saber que le había costado un par de
minutos girarse sobre sus patas y le sobrevino el alivio de saberse ilesa. Por
cortesía dijo gracias, casi que al aire; y se disponía a correr
despavorida cuando escuchó un ‘de nada’ en medio de un silbido baboso. En
efecto, las lagartijas hablaban su mismo idioma.
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