Mi último suspiro, por primera vez
Yo no me enamoré de
la muerte, ella sí de mí. Me dejaba botellitas de veneno con aroma a anís,
decoradas con musgos al frente del portón; me hacía ojitos huecos en sueños, me
enviaba sinfonías de cuervos cada tarde y me calaba los huesos cuando el frío
acechaba.
Era una forma de
amarme, contemplándome en noches de luna llena, ansiando con nostalgia que mi
suerte me encontrará de cara con un tropiezo fatal. Cada brisa era un suspiro
lamentable, y su paciencia una virtud admirable.
Siempre estuvo
conmigo, desde la distancia, aunque nunca fue invitada, siempre estuvo en mis
reuniones familiares y mis grandes logros, incluso era tema de conversación
recurrente entre los comensales. ¿Quién lo habría pensado? Tener un pretendiente
de tal talante, poderoso, decisivo, arriesgado.
Muchos la rechazaban
por su insensible corazón, nunca entendieron la bondad verdadera que habitaba
en él, esa que la hizo esperarme por largos inviernos, 80 primaveras y otoños. Fue
tanto así que, cuando finalmente se me presento, no le desconocí, era cálida,
amena y comprensiva, era todo eso que alguna vez había esperado, ese final
anhelado. No lo dude al desfallecer, era, en efecto, mucho más hermosa que cualquier
cosa vista en épocas alguna vez vividas y mi ofrenda, necesariamente era y
tenía que ser, morir de amor, tenía que entregarle mi último suspiro, por
primera vez.
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