El día que le dí la mano a Jhon Jairo


Un día cualquiera, si mal no recuerdo, un viernes, todo había transcurrido un poco aburrido, a lo cual mi prima, con una alegre sonrisa, ideo un plan con algunas de sus amistades, un plan 'suave', como ella lo definió, que constaba en salir a unas cuadras cercanas a mi apartamento, a charlar acompañado de un par de cervezas. Yo gustosa, acepte (igual no tenía nada más que hacer).

A eso de las 9 de la noche, me 'arreglé' y baje con ella, al estanco del barrio, y en efecto la conversación estuvo fluida. Los tertuliantes eran, un doctor, llamado Francisco; un militar, de nombre Gustavo, y un estudiante de Ingeniería, Henry. Viéndolo bien, la combinación era interesante, además de mi prima, Stefanny, estudiante de instrumentación quirúrgica y de mi persona, con afanes de ser periodista.

El caso, se habló de todo un poco, como buenos colombianos, entablamos charla sobre ciudades, medicina, revistas, libros, obviamente circundados por la jocosidad que nos caracteriza. Recuerdo que estaba tan alegre la cosa, que decidimos caminar unos cuantos kilómetros hasta una red de barcitos bailables, donde gustosamente sacudí mis caderas al ritmo de la salsa.

Más tarde, a eso de la 1 de la mañana, fuimos a parar de nuevo al establecimiento de la esquina. El amigo Francisco se despidió y quedamos los 4, ahí sentados, cargando con la pereza de coger la cama.

En esas, pasó un habitante de la calle, comúnmente denominado indigente, pidiendo dinero y/o comida. Era un hombre de piel canela con ropa andrajosa, de color oscuro, que tal vez fuera en su vida 'util' de un croma un tanto verde oliva, diría yo. Completamente descalzo, con cabello corto y una mirada perdida. El hombre remataba su figura con una sonrisa divertida que dejaba entrever parcialmente, además de sus dientes, parte de su boca y tal vez fue por la misma, o no sé si por los tragos, mezclados con mi condición normal de charlatana, que decidí hablarle, así, sin más, sin rodeos.

-Amigo, ¿usted cómo se llama?-

A lo que él respondió:

-A mí me dicen de muchas maneras, dependiendo la zona, por ejemplo po' acá, me dicen huelehuele-

Yo me indigne por la respuesta, puesto que soy fiel creyente de que el nombre que uno lleva, hace parte de la identidad de cada uno, además, pensé tristemente que ese hombre ya había desvalorizado el suyo, acostumbrándose a su seudónimo, pues a fin de cuentas, y suponiendo (en medio de mi ignorancia) no son personas a las que constantemente se les pregunte por su nombre de pila, tanto así que olvidan a veces que tienen uno.

-¡No!- reviré- ¿cómo es su nombre?, no como le dicen-

él dijo: - Ahhh, pues yo me llamo Jhon Jairo Villegas Mosquera- con timidez absoluta.

Feliz con la respuesta y tal vez por un impulso de felicidad, y regocijo, (pensando que mi actuar había marcado una diferencia que, aunque fuera pequeña, para mí significaba algo globalmente placentero) le extendí la mano y le dije:

-Mucho gusto, mi nombre es Laura-

En ese momento, no estaba pensando, simplemente quise tratarlo como a una persona que encontraría normalmente en cualquier parte y a la cual me le presentaría de la misma manera, con un apretón de manos. Él, sin nada que perder estiró la mano y la apretó tímidamente. En ese momento sabía, no sé si producto del alcohol o la felicidad, que él era una persona tan igual como yo, y que me caía bien.

Jhon Jairo, se sentó a conversar. Pese a las caras de aburrimiento que me hacían mis acompañantes, yo le sostenía la charla y me interesaba animadamente en las historias de ese personaje, preguntándole por su edad, su oficio, y demás detalles de su vida.

Así fue que descubrí que:

Jhon Jairo Villegas Mosquera, de 30 años de edad, es un habitante de la calle, aunque dice que vive por los chorros, constantemente merodea por distintos barrios, sobreviviendo de la limosna y el reciclaje, además de los pocos pesos que se encuentra accidentalmente en la calle. Se fue de su casa a los 16 años, pensando que haciendo las cosas a su manera, podría obtener un mejor futuro, y hoy años después, padece las penas del hambre y los peligros de la calle. También descubrí que en sus años jóvenes se apasionaba por el futbol.


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-Guárdenme esas laticas para el reciclaje- nos dijo, al ver las 6 latas de cerveza Águila en el suelo.

Y así iba y venía cada 10 minutos, contando historias, como la vez que se había encontrado 500 mil pesos, y había comprado ropa y zapatos, además de disfrutar de una buena comida. O la vez que le habían regalado unas zapatillas Adidas, envidiadas por sus compañeros de la calle, y que atesoró hasta el último momento, y otros cuentos, que alegre contaba.

En una de sus cortas visitas hablo de una colaboración para un perro caliente, que el chuzo de comidas rápidas de la vuelta, le estaba dejando en 3000 mil pesos, y nos mostró un poco de moneditas de todo valor, a lo que rebuscamos para completarle y con lo que se fue felizmente a comer.

En ese momento pensé que Jhon Jairo era una persona muy alegre, pesé a su estilo de vida, y me reconfortó un poco el saber que incluso en los pequeños detalles, de verdad si se encontraba la felicidad. Además, ese hombre ávido por contar sus anécdotas, necesitaba de alguien que lo escuchara, cosa que la gente no se atreve a hacer normalmente por los estereotipos sociales, y pensé en que la ciudad iba más allá de mí, de mis compañeros, mi familia y la universidad, que Cali era todo un mosaico de vida, compuesta de muchos personajes curiosos, como aquel que encontré en la esquina de mi casa, y es por eso que cuando se despidió y mis acompañantes me dijeron:

-Vos estás loca, vos no sabes por donde ha tenido la mano ese man- antes de pensar en la asepsia y en los infinitos lugares por los que pudo haber pasado su extremidad, pensé en que era mi ciudad y le había dado la mano no solo a un hombre, sino a todo un problema, le había dado la mano a Jhon Jairo Villegas Mosquera de 30 años, y no me arrepentía en lo absoluto.

Esa noche dormí profundo.


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