Cuentiando sombriamente ando.
Más allá del sol y de la niebla, en un paraje muy extraño, un comidillo de voces se hacía audible. Se acercaba la fiesta más grande de todo el reino, y tanto plebeyos como duques, y princesas, se preparaban ansiosamente. La única infeliz con el festejo, era aquella anciana vertiginosa, que se paseaba entre distintos estantes, vagando de pozo en pozo, robando agua y víveres a los mercaderes, durmiendo en pobres pesebreras y vistiendo prendas andrajosas y malolientes. Su piel carcomida por la lepra, inhóspita para la seda, reclamaba clemencia, con un gajo de demencia. Aquella, muy lucida en medio de su locura, anidaba poemas sangrientos en corazones malhechores y maltrechos.
Así era como a medida que avanzaba el festejo, la princesa, la bella doncella, adornada con laureles, retribuida por la vida con una larga cabellera, rasgos finos y una hermosa mirada, simpatizante y causante del desmayo de muchos jóvenes caballeros andantes, que llegaban hasta esas tierras, con el objetivo de conquistar a ciencia a cierta, a la más hermosa de todas, envidiada por los dioses, y amada por la misma gea; se preparaba con delicadeza, escogiendo perfumes, vestidos, guantes y joyas, sin saber tal vez, que aquella mascarada, resultaría más intensa, y funestamente orquestada por el vil destino sediento de venganza, de aquellas almas que a lo largo del tiempo, murieron ahogadas en sus míseras penas.
Llego la víspera de tan anhelada fiesta. Solo las más respetuosas figuras tenían entrada en aquel castillo catacumbico, donde resoplaban los susurros y los anhelos se perdían en la fría piedra que componía la fachada de aquel laberinto, casi mágico, sombrío, inerte a veces, movido por la estela de la doble faz de las mascaras permanentes de los invitados, hombres y mujeres regordetes, de bigote y monóculo, ellos; y de corsé y peluca empoltronada, ellas.
A las 12 más o menos, retumbo la campana del reloj gigante que adornaba el lobby del recinto. Era hora de presentar a la joya más preciada, aquella rosa que apenas comenzaba a florecer, último indicio de inocencia, una flor recién nacida, dispuesta a crecer, y a dar lo mejor de sí, a deslumbrar con su belleza, admirar por su inteligencia y enamorar por su delicadeza.
Bajando los escalones uno a uno, Isabelle se presentaba. Tacones de marfil, rosados como sus mejillas, apenas si sobresalían por entre el satín y la seda, de ese aparatoso vestido, que aunque parafernalioso, danzaba junto a su pecho y se posaba agraciadamente sobre sus jóvenes caderas. Un silencio engalano el salón, más de un caballero olvidó éste concepto y entre pensamientos banales y oscuros, desnudaron con la mirada a aquella rubia imponente, sopesa de grandes reconocimientos, por ser un destello de esperanza en aquel frío paraje, respirante de guerra y tormento.
Pero apenas hubo Isabelle tocada la última escaleta, resonó una risa siniestra retumbando en lo más oscuro del reloj. Invitados asustados se miraban con prisa y ansiedad, buscando la fuente de tan angustioso son. Hubo silencio absoluto y sepulcral, las mascaras no dejaban ver alguna expresión, pero a más de uno, una gota de sudor le recorría la frente mojando no solo las mejillas y los labios, sino también impregnando el alma… no podía ser, se encontraban seguros, encerrados en aquel cuartel, protegidos por sus bienes, su ego y su vanidad.
Las luces lentamente fueron titilando, y más de una dama fue perdiendo la compostura, siendo recibidas por los brazos de sus respectivos caballeros. El silencio se hizo cortante e hiriente, las lagrimas brotaban de los ojos de los allí presentes, tanto así, que nadie prestó atención a la bella damisela, que hacía unos momentos era el centro de la reunión. Pasado unos segundos todo volvió a la normalidad, las luces se encendieron nuevamente, y la gente incorporándose tardo en notar, que aquella rosa llena de vida, yacía inerte en la alfombra central, que bañada de sangre expiraba amargura, mientras se empapaba de ese color escarlata que hacía juego con la sonrisa pálida de aquella muchacha. Una puñalada en el cinto había bastado para que Isabelle, inocente de pies a cabeza, muriera en silencio, presa de la desdicha, y de la injusta parca que solo reía en un rincón de un balcón, elevada a unos cuantos metros de la cabeza de los invitados, danzando alegremente con una daga dorada en su mano. Las manos huesudas y leprosas hacían movimientos arrítmicos, a manera de rito funesto mientras sus pies golpeaban fuertemente el piso de madera, que resonaba en los corazones casi petrificados.
Los guardias rápidamente se abalanzaron sobre ésta, que ni corta ni perezosa se desprendió de su piel pasajera, convirtiéndose en un gran pájaro de gris escala, quien violentamente arrancó los ojos de aquellos valientes, llevándolos consigo en sus patas, y huyendo victoriosamente por uno de los vitrales de la casa.
Poco a poco, recobraron el habla, y comentando lo sucedido cada uno fue cayendo, envenenado por la desesperanza, al lado de aquella dama, con sus ojos abiertos de par en par y una mueca horrífica, llena de miedo y desolación. La muerte había acabado con todos aquellos que se jactaban de la vida y sus delicias, había acabado con todo un pueblo, había acabado con cada ser, mientras se vanagloriaba del destino, de sus penas, y de su amargo perecer.
Comentarios
Publicar un comentario