Gritando en voz baja

No es de todos los días; es solo de momentos. A veces, mientras vivo me invade el desespero del futuro, la incapacidad del presente y los demonios del pasado. A veces, deseo respirar, estirar las piernas y volar a mi antojo por calles vacías; rinconcitos llenos de recuerdos, de esos que dolían, duelen y seguirán doliendo. 

Grito al silencio y ni siquiera me responde el eco. Hago una solicitud formal, una queja rebelde, una protesta violenta. Reclamo a viva voz interior que no se pierda la bonita costumbre de trazar imaginarios entre ladrillos obtusos y de imaginar, condensar y tener mil experiencias paralelas. No hay nada más satisfactorio que los propios souvenirs que nos regala la mente, esos anhelos ficticios que nos enferman y nos vuelcan hacia la demencia, pensamientos ávidos de amor y de locura. 

Reclamo a viva voz interior que no se pierda la bonita costumbre de amar sin poseer, de poseer sólo para morir en orgasmos; de vibrar con sonrisas; de tomarse un buen café con una charla; de sostener las ilusiones propias en el borde de los abismos existenciales; de sentirse renovada cada que un acto de misericordia devuelve la fe en el mundo.

Reclamo a viva voz interior que no se pierda la bonita costumbre del asombro; de un buen trago de madrugada; de una fotografía victoriosa; de momentos petrificantes; de un susto certero y de una muerte tranquila.

Grito desesperadamente y con vasta obsesión a través de las palabras. Denuncio la falta de amor propio, detesto la mentira, aborrezco las oleadas de violencia y me pierdo entre mil banalidades que me dejan en la mitad del todo con la nada, de la nada con el todo, y de mi yo sin mí; de mí sin alma, de mí sin sol, de mí sin esperanza, de mí sin azúcar, té, libertad; tardes de confianza; tardes de lectura; tardes de poca astucia y entonces... no pasa nada, enmudece el tiempo, se calma el destino y me sostengo en la punta de unos labios, de unos ojos, de otra vida. 

Salto a la dependencia de la aceptación del prójimo. Me cubro la cara para no llorar. Develo monstruosidades y vuelvo a sentirme herida y sigue doliendo, no cicatriza. La culpa cala los huesos, secuestra la conciencia, atormenta los sueños y empuja hacía el vacío.

Caigo, sangran los orificios y vuelvo a gritar para mis adentros que no quiero perder la bonita costumbre de matar en el momento indicado, de revivir de las cenizas, de reconstruir con piezas rotas y de renacer de las sombras en el preciso momento en que el único consuelo se forma a partir de vocales y consonantes; en el álgido punto de la existencia donde el mundo es arrasado por el caballo desbocado del insensato sentir, del absurdo del placer, del egoísmo del narcisismo, del desfalco del ego y del inoportuno carácter instintivo del humano.

Grito a viva voz interior y entonces, enmudezco. 

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