Epifanías en medio de la oscuridad
Llega silenciosamente, en la mitad de la normalidad. Una realidad tan constante y tan ajena. Es el miedo el que se apodera de todos, ni siquiera la certeza del futuro; es la incertidumbre la que empieza a dominar la lógica, y entonces nos encontramos ante el abismo, con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente a esa gran quimera, esa, que siempre supiste que existía; esa, a la que no querías enfrentar; esa, que amenaza con arrebatarte lo único seguro que has tenido en la vida: la experiencia y la sabiduría de los años; las arrugas de la ternura; y el amor desmesurado de la más poderosa fuente.
El miedo consume los nervios, te torna insensible ante el mundo. En un instante, ya no importa si hay un embotellamiento; si la risa que te rodea es verdadera; si el cigarrillo te va a matar; de repente, ya no distingues entre el alicoramiento y la realidad; ya no distingues entre la conciencia y la inconciencia. Todo se reduce al dolor, a la víspera, a la tristeza, a las lágrimas, a la impotencia.
De frente ante el barranco, la bestia te punza las articulaciones, te acelera el corazón, te maltrata la imaginación y comienzas a ver demonios de toda variedad, del pasado, del presente, y del no futuro, del no lugar. La quimera se encarga de destruirte internamente, se alimenta de la esperanza y al final, no queda si quiera un pedacito de lóbulo que sostenga el sentimiento. No hay cariño, no hay aprecio, solo el vacío constante, ese que está dejando la vida que se escapa, que se escurre, se seca, se acaba, se alarma, se desvanece, de entre las manos.
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